Los abusones del barrio
Todos los barrios de Bilbao tuvieron un momento en que reflejaban
el mundo entero. En ellos la chavalería se agrupaba en pandillas por tramos de
edad. Cada uno tenía muy clara su pertenencia y sus lealtades. Por supuesto,
había deserciones, enamoramientos y guerras, muchas guerras. Los del barrio de
arriba, con los de abajo; los de la mina con los de la plaza. Larrasquitu,
Uretamendi y Betolaza jamás conocieron la paz. Las incursiones eran
continuadas. Bicicletas pertrechadas de tirachinas y cerbatanas sembraban el
terror por doquier. Y siempre había alguien que destacaba. El liderazgo era
natural, pero en algunos se convertía en abuso y matonismo. Se rodeaban de su
camarilla de aduladores de la subespecie de las ratas y extendían el terror. Y
así la armonía se destruía y el orden del conflicto derivaba en la apropiación
por la fuerza. Pequeños hurtos, emboscadas, guaridas secretas, tesoros... La
economía de los barrios se medía con la fuerza de estos asaltantes. Y entonces
surgía la pregunta: "¿Cómo hacerles frente?" Y los listos proponían sanciones,
cientos de sanciones: “que no puedan comprar petardos, que no tengan colchones,
que no encuentren rodamientos.” Claro, sin medios para fabricar tirachinas y
sin municiones todo sería más fácil. Mientras, ellos seguían y seguían, sin
conocer el límite, extendiendo su régimen por los barrios de alrededor, acaparando
todo, corrompiendo todo, generando sangrientos tratados. Nada de esto acabó en
aquél olvidado Bilbao hasta que uno, sólo uno, se levantó, les miró de frente y
dijo “No.” Del sacrificio de aquél también olvidado surgieron alianzas nuevas
que derrocaron a los matones y volvieron a la armonía de las viejas guerras de
barrio, porque la guerra “es padre de todo, pero también es rey de todo; a unos
presentó como dioses y a otros como hombres, a unos hizo esclavos y a otros
libres.” (Heráclito, fr. 53).
Esto es lo que está en nuestro juego ahora.
Comentarios
Publicar un comentario