María y Eusebio

¿Quién les recordará?

Aquellos fines de semana en Uretamendi. Juegos en el tercero, puertas abiertas. Nicolasa en la cocina y María a su labor. El patio de la escalera era el universo para los niños. Volaban las canicas. Bailaban las peonzas en el granito. Las muñecas y los madelman eran protagonistas.

María y Eusebio, azul ella y rojo él, amores de posguerra y cárcel. Matrimonio sin hijos. Los hijos eran los niños rebeldes y alegres del vecindario. Tardes de película los sábados lluviosos, en blanco y negro. Historias contadas una y mil veces.

¿Quién les pondrá una vela?

Todavía recuerdo vuestras caras. Tu cojera María, y tu pelo cano arreglado con sus pinzas. Tu chal y tu cachaba. ¡Y aquella lavadora vertical! Tus gafas y tu gorra madrileña, Eusebio. Siempre elegante, como mi abuelo Antonio. Eráis inseparables y el tiempo os dividió. Se fue él primero, y tú tuviste que ver tu final en un pueblo desconocido, entre desconocidos. Es la triste vida que nos depara lo otro que aguarda y es necesaria: la muerte. Os recuerdo, en ese Uretamendi que era un poco el mundo entero. Plaza fuerte de desterrados en busca de un futuro. Hoy - uno de esos hijos, Julio - tocaba en la puerta de mi memoria:

- Estabas muy gordo. Te recuerdo en la mesa del bar, estudiando. ¿Sacaste alguna carrera, no? ¡Pero cómo has cambiado!

Eran años que no conocí. Los jesuitas levantaron una ciudad en miniatura, cosmopolita, repleta de acentos, donde poco antes sólo había chabolas, agua y barro, mucho barro, junto a las viejas minas abandonadas. Nicolasa y Antonio sacaban adelante a mi ama y sus hermanos. Celia escandalizaba al barrio con su loco temperamento. Y María y Eusebio ya eran nuestros vecinos. Años después nos criaron, mientras apa defendía su portería y ama tiraba del Zamora como sólo ella podía hacer. Hoy, no tengo mejor homenaje, que honrar vuestra memoria desde mis recuerdos. 

Todo lo conseguido, por vosotros, con vosotros. Hasta pronto María, Eusebio, nuestros santos.

 

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