Diez semanas

Primer día de mercado. La Ribera, mortecina, luce a través sus vidrieras. Algunos puestos con cola y otros mirando. Personal de seguridad que cuenta y mira. Todo señales y rutas trazadas: líneas en el suelo, huellas pintadas, distancias y barreras. "Sigan la flecha." "En un único sentido." "No usen el ascensor." "Utilicen el jabón." Y no olviden contarlo a todo el mundo cuando lleguen a casa. 
Las máscaras se normalizan. Eso está bien. Nos vamos acostumbrado. La pescadera y el carnicero se alegran. 
Diez semanas: suficiente para echar de menos. 
Pasear con la compra - disimuladamente, que ya estamos fuera de horario - y acercarte a los lugares que hace unos meses recorríamos con alegría, con los amigos, haciendo la ronda, disfrutando, riendo. 
Poco a poco se van despertando del letargo inducido, del coma bienaventurado. 
El Culmen ya ha abierto. Su terraza, reducida al mínimo, pero ellos y el sol están ahí, en la Plaza Nueva.
Primer día de metro. El transporte público preocupa. Principal punto de encuentro, principal lugar de contagios. Como los sanitarios, viajar en tren es exponerse, casi un acto de amor. Cruzar las miradas, unos y otros. Con fingida indiferencia, guardar distancias. En el ascensor de 24 plazas, de uno en uno. Mejor caminando que veinticuatro esperas.
Bidebarrieta, Carnicería, Somera... furgonetas y reparto. La vida vuelve. 
Primer encuentro con los amigos. Terraza en un lugar apartado, en un txakolí del monte cercano. 
¡Fuera máscaras! Pero sólo un momento. Queremos abrazarnos. Dos horas deliciosas mientras el sol vuelve a su noche.
¿Nos habremos curado o será sólo la proximidad del verano?



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