Mill (IV) - Redes Sociales (I)


Aparte de las opiniones particulares de los pensadores individuales, existe también en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender, de una manera indebida, el poder de la sociedad sobre el individuo, ya por la fuerza de la opinión, ya incluso por la de la legislación. Y, dado que todos los cambios que se operan en el mundo tienen por objeto aumentar la fuerza de la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta usurpación no es de los males que tienden a desaparecer espontáneamente; bien al contrario, tiende a hacerse más y más formidable. La disposición de los hombres, sea como gobernantes, sea como ciudadanos, a imponer sus opiniones y gustos como regla de conducta a los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que ésta no deja de hacerse imponer más que en caso de que le falte poder para ello. Como el poder no tiende a declinar, sino a crecer, debemos esperar, a menos que se eleve contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, y dadas las presentes circunstancias del mundo, debemos esperar, decimos, el aumento de esta disposición.

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Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión, y solamente una persona, tuviera la opinión contraria, no sería más justo el imponer silencio a esta sola persona, que si esta sola persona tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que esto fuera posible. Si cualquiera tuviese una opinión sobre cualquier asunto, y esta opinión no tuviera valor más que para dicha persona, si el oponerse a su libre pensamiento no fuera más que un daño personal, habría alguna diferencia en que el daño fuera infligido a pocas personas o a muchas. Pero lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente, a los que se apartan de esta opinión y a los que la sustentan, y quizá más. Si esta opinión es justa se les priva de la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su choque con el error.

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No dejar conocer una opinión, porque se está seguro de su falsedad, es como afirmar que la propia certeza es la certeza absoluta. Siempre que se ahoga una discusión se afirma, por lo mismo, la propia infalibilidad: la condenación de este procedimiento puede reposar sobre este argumento común, no el peor por ser común.

John Stuart Mill, "Sobre la Libertad", 1859.

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