Carta abierta a @JoseMTorralba por su artículo “Carta a un profesor posmoderno”.
Bilbao, a 28 de enero de 2021.
Estimado profesor:
Gracias por su artículo del 28 de enero en La Tribuna del diario El Español. Siempre es agradable encontrar algo de pensamiento en los media. Lamento no disponer de más de 500 letras para realizar el comentario que se merece. Por ello, lo publico en el blog y le dejo aquí el enlace con el ánimo de que el servicio de gestión de la web lo dé por respetuoso con las normas de uso.
Leí el artículo del profesor Garrocho que menciona: Carta a un joven posmoderno. Estuve muy tentado de dedicarle quince o veinte líneas. Garrocho me parecía que estaba escribiéndose a sí mismo destilando algo de frustracióncon la vida. ¿Fue un jovenposmoderno? Porque joven todavía lo es y – sin embargo – escribe acerca de la nostalgia: "Sobre la nostalgia. Damnatio Memoriae"; obra que desconozco pero que sin duda leeré, porque el sentimiento de nostalgia sí lo he sufrido y golpea con cierta frecuencia.
Leí al profesor Garrocho, de principio a fin, y del fin – párrafo a párrafo – hasta el principio. En dos ocasiones. Acabé por pensar que se le podía dar una vuelta completa a su texto y rendir con ello un mínimo homenaje a la koiné comunitaria, pero me retiré al poco de empezar: “te va a llevar demasiado tiempo que no tienes...” - me dije. Hoy encuentro su artículo y su referencia y vuelvo a leer a Garracho y veo que ha recibido siete comentarios, todos laudatorios (?), que han redundado en una sarta de likes y dislikes. Pero nadie le ha respondido desde la filosofía. Ignorar no es un buen camino y por ello no voy a dejar que su artículo – el de Ud. – pase sin mi neófita reflexión: sin ánimo de disputa – que no estoy capacitado para ello – ni con más intención que dejar textualidad de lo que me ha removido al leerle.
Señala Ud. refiriendo al profesor Garrocho“las penosas consecuencias para la vida de las personas de los principales postulados posmodernos.” Esto me ha llamado profundamente la atención. En los últimos ocho años he dedicado buena parte del tiempo a profundizar en las articulaciones noéticas de lo que ha venido a denominarse posmodernidad. Mi experiencia con las lecturas de los textos clásicos y modernos no ha podido ser más fructífera. He abierto los ojos a un mundo que se ve atrapado bajo un yugo puesto al servicio de un rendimiento sin límite. Una realidad dura, hostil, cruel, que acaba con todas las formas de vida. Y esto no es una sospecha ni resultado de una actitud en el percibir. Ahora asisto a la destrucción del mundo donde antes sólo veía – por resumirlo de forma basta – transacciones comerciales, todobajo un calmadocontrato social y un amable laissez faire,mientras el predominio ibacompletando su obra. Lo penoso de esto es que antes dormía y ahora me cuesta hacerlo; permanezco despierto porque me sientourgido a actuar, gracias a Dios.
Poco después refiere Ud.“que la educación es uno de los pocos lugares donde los jóvenes pueden encontrar respuestas sólidas a sus inquietudes más profundas.” Me paro a pensar si en el transcurso de mi carrera académica he sido educado por alguna de las instituciones por donde he transitado. La verdad, creo que no. Lo más parecido a una función educativa quizá fueran las clases de ética y religión. El resto de asignaturas sólo me mostraron modelos (lengua y literatura, historia y geografía, ciencias sociales, pintura, música, idiomas…)y técnicas (matemáticas, física, química, análisis numérico, estadística, dibujo técnico, computadores analógicos e híbridos, redes neuronales convolucionales...). Ética, religión… ¿y dónde se quedó el latín y el griego?, ¿dónde la filosofía? Las viejas lenguas no educan, a lo que parece. Y la maestra de maestros anda algo perdida, vagando entre los restos de un despertar tornado en pesadilla. No, la educación no la recibí en la escuela, ni en el instituto; mucho menos en una universidad jesuita comotampoco en las universidades laicas. La educación la recibí de unos padres que apenas veía, que encajarían muy bien en la casilla de “familia desestructurada y empobrecida” (ella trabajando de sol a sol, en un bar rentado; él, cuidando de un portal y de las cuitas comunitarias: sacar la basura era rutina de lunes a domingo; en un bar y en una comunidad de vecinos se aprende mucho del ser humano). La institución familiar se reducía al cariño y la atención de unas padres que no tenían tiempo, pero lo sacaban de donde fuera: también las familias rotas aman a sus hijos.
Alude a la responsabilidad de los profesores… He de decir que sí, que son responsables. A ellos les debo muchísimo – pero no precisamente mi educación –; no olvidaré las clases de física en el colegio, como no olvidaré la matemática (¡mi primer y último insuficiente!) y química del instituto, nitampoco olvidaré los primeros tropiezos con la electrónica y los multiplexores, ni dejaré en un rincón oscuro “Los hijos de Nietzsche en la posmodernidad.” Ellas – porque fueron más mujeres que hombres – me orientaron y lo hicieron bien. Dos hubo que destacaron sobremanera y que me han traído hasta este momento: la profesora y el profesor de filosofía de BUP. A ellos les debo el hombre que he llegado a ser; y no me educaron: sí me invitaron a pensar por mí mismo y sí a contrastar mi pensamiento con los textos venerables y con las personas que compartían nuestro momento. Cualquier homenaje que les hiciera no rendiría justicia suficiente a su bien ejecutada responsabilidad: quizálas mejores voces para responder a su trabajo sean griegas: ágape, filia o simplemente, amor. Ellos lo conseguieron, estuvieron a la altura, sintieron lo esencial de su obra, y no forjaron a un escéptico ni a un relativista, mucho menos a un ingenuo.
Comparto el entusiasmo de los jóvenes al escuchar un texto leído. La palabra se hizo para pronunciarse. El tránsito del orador al oyente la transforman. Los textos leídos nos llevan al terreno del diálogo y éste es el hábitat o la cercanía del ser. La aventura con El principito bien podría haberse hecho con Cien años de soledado Así habló Zaratustra.
Pero, dígame por favor, ¿quién y cuándo ha cerrado la puerta a la tradición? O mejor, ¿qué se entiende por tradición? Porque los textos están ahí, al alcance de cualquier joven inquieto y en posesión de un ordenador, una tablet o un carné de biblioteca. El fallo – si lo ha habido – ha residido en no saber apuntar a los textos ni invitar al contraste. Hay que tener siempre en mente al estagirita.
¿Y dónde se ha escrito que “la educación necesariamente tiene que desacreditar la cultura occidental”? Esto – lo confieso – resulta completamente nuevo y chocante para mí. No por occidental, sino porque la educación – si lo es – no entiende dedescrédito.Será, a lo sumo, crítica. Y la cultura es objeto de crítica y objeto a criticar. No es un más allásagrado que quede fuera del ámbito de la razón. Es un fruto colectivo que reposa en una tradición, tradiciónque se ve constantemente interpelada. Sus voces resuenan y son abiertas y reinterpretadas. Occidente – el griego – ha sido magnífico y ha llevado al mundo a un torbellino que amenaza con ahogarlo. Esto no pone a nuestra cultura (por occidentales) en un estado ni mejor ni peor que otras culturas. Sólo la pone ante sí misma y le exige, se exige, más: estoy tentado de decirmás verdad.
Por otra parte “¿En qué se sostiene la idea de que la educación puede ser neutral?” La educación no puede ser neutral porque siempre es portadora de una tradición, es decir, de unas perspectivas que han sedimentado en la forma de entender nuestra cotidianeidad. El mero hecho de nacer en una lengua nos pone yamuydifíciles las cosas para la imparcialiadad. Ahora, la educación puede esforzarse por mostrar otras tradiciones y otras respuestas a los problemas que nos son comunes comoespecie. Es verdad que difícilmente estarán al mismo nivel que el plano desde el que miramos pero es justo ahí donde debe apelarse a la capacidad de los estudiantes para sacar sus propias conclusiones. Yo opino – desde el desconocimiento más palpable – quelo son. La calidad y la variedad de esas conclusiores – me atrevo a decir no sin pudor– guardará relación directa con el entorno donde los estudiantes estén desarrollando sus habilidades intelectivas: en un ambiente cerrado y dogmático serán diferentes que uno que favorezca la libertad de pensamiento y el respeto a la diferencia.
Luego Ud. señala “Recordarás a ese profesor de la carrera que distinguía dos modos de vivir en la postmodernidad: el decadente, que describe muy bien Diego S. Garrocho, y el de la resistencia.”
Vaya por delante que desconozco el profesor al que se refiere como igualmente desconozco que existan formas diversas de vivir en la posmodernidad. En lo personal solo veo etiquetas en los términos hipermodernidad y posmodernidad. Prefiero mirar el mundo en el que vivimos y extraer mis propias conclusiones. A este respecto yo diría que ni decadencia ni resistencia. El mundo es el mismo para todos los contemporáneos que todavía podemos apreciar un artículo y dedicar tiempo a comentarlo. Unos se limitan a dejarlo tal y como está y otros a transformarlo. La primera opción es cómoda y suele ser en la que todos caemos, muy especialmente al final de nuestra vida. La segunda es la que he denominado – al principio de esta ya larga carta – de urgencia. La urgencia no es un modo de resistencia. Es una asunción de responsabilidad. El in-mundo – por saludar a Heidegger – lo mismo que ha sido levantado entre todos de manera más o menos complaciente, puede ser derribado o desplazado. Se puede abordar otra relación entre los hombres y con la naturaleza sin precipitarnos en la edad de bronce ni acudir a recetas decimonónicas. Lo que ocurre es que es un asunto arduo difícil y hay muchos intereses de por medio. Todo requiere compromiso y dedicación. Hacer de esto un lugar mejor para todos, hacer del mundo un mañana,precisará varios siglos y – ahora sí – la educación será la pieza clave para el nuevo puzle mundial. Nos va todo en ello.
Y con esto cierro, no sin aprovechar para enviarle un afectuoso saludo y desearle mucho ánimo en su labor investigadora y docente en la Universidad de Navarra.
Cordialmente.
Marco A. Arévalo
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