El Asno de Oro
Recupera El Brujo el clásico de Apuleyo para hacer un
retrato del hombre actual, encerrado en una máscara inhumana, que pierde su hálito
divino, sujeto a una carne, ocupado en una triste subsistencia. Lucio es
fruto de un hechizo por la engañadora Fotis, que hace de él un animal, un asno;
lleva una vida de acémila pasando de amo en amo con peor o mayor fortuna, hasta
que - rendido - pide a la diosa remedio para su mal. La diosa le presta el momento
y lugar. Rompe el hechizo comiendo las rosas en ofrenda a la diosa. El Brujo
nos muestra cómo la belleza es fuente de algo más que humanidad: “quien se
alimenta de belleza encuentra al ser divino que habita en él”. Ácido, en un
momento de la obra se pregunta “¿quién soy yo? Acaso Hamlet, ¿o un loco? Un loco
no”. Cambia de registro y actualiza la obra. Es al asno un buen ejemplo del
discurrir de las vidas carnales (de las vidas impropias que diría Heidegger).
¿Cuántos hay que no ven la mula que visten? Al menos Lucio sabía de su pasado
humano y vivía como hombre en animal vestuario. Nos lleva El Brujo a los
mitos órficos “a la madre tierra nutriente y oscura de la que emerge la luz”,
la razón, el hombre. Porque el hombre no es el pedazo de carne que habitamos.
Apología de las humanidades, oda al humanismo, recuperación del saber sentir y
vivir griego de la vida: “Grecia vanguardia del renacimiento europeo”. Vuelta
al mito para recuperar lo divino del hombre. El teatro recupera al ser humano
para sí. El arte lo embellece. Su gracia lo lleva a la divinidad. “No es la
muerte con sus pesadas cadenas” peso suficiente para un ser que aspira a la
luz. Hay en la obra retazos cervantinos, pinceladas kafkianas y un fondo del
mejor Nietzsche griego, de su pensamiento más grave. En la plasticidad de la
representación acontecemos: “de la negra noche nace el sol”. Volvamos a los
clásicos; es el lugar donde habitamos y habitaremos. Y que alguien piense que solo las obras de la juventud nos transforman... válgame.
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