La verdad no está ahí fuera

Es verdad, aprecio a las personas que no tienen rubor en compartir sus sueños. Me referiré a ella como I., mujer que admiro porque supo decir “no” y andar su camino. Hoy muchas madres están contentas por el trabajo que realiza con sus hijos: utilizar el verbo y hacerlo bien no es sólo retórica; es, en sí, el lugar del ser.
Bien, en confianza, riendo y bebiendo, I. me planteó una pregunta que, discreto, guardo. Comprometí mi palabra en una respuesta y heme aquí, sin documentar, sin acceder a Internet, sin consultar mi biblioteca… porque I. persigue los orígenes y tiene una visión utópica. Algo hay en ella que nos lleva fuera. Cuestiona por la importancia que le damos en la vida a la pregunta “¿de dónde venimos?” y sugiere que miramos a otra parte. No, en verdad, no. No miramos a otra parte. Buscamos el origen pero lo hacemos aquí, desde nuestro rastro genético, sin caer en la ilusión del polvo de estrellas que el proyecto de la metafísica (¿te acuerdas?) triunfalmente anuncia. Nuestra especie – es mi opinión, I., personal y seguro errónea – nuestra especie es el resultado de un animal que nos antecede, casi exacto genéticamente, pero que – quizá por una anomalía – empezó a mirar el mundo que le rodeaba desde una sensación de seguridad y abundancia. Ese animal, usó de su tiempo para plasmar las imágenes que en su cerebro veía y no podía apresar. Porque – recuerda – era con probabilidad cazadora. Sus sueños, quizá, eran escenas de caza, animales inalcanzables, bosques tupidos, rugidos en el cielo, noches llenas. Una presa siempre era, y es, motivo de júbilo: alimento y fuego, danza y llamas. Movimiento I., eso es lo que caracteriza a los seres vivos (Aristóteles). Recordando lo ocurrido empezó a añorar a los compañeros caídos (porque el hombre, la mujer, competía con los lobos; la caza era cuestión de mutas (Canetti): todos sabían lo que tenían que hacer y no eran crueles porque no existía moral). Creó – sin saberlo – ritos y ¿máscaras?, y devino en una cultura (Levi): las tumbas y las paredes dan muestra de ello. Ese animal se volvió humano y emprendió la búsqueda de sí. Pero te inquietan los círculos… Hay algo en ti que te llama desde fuera, que tira y empuja a buscar fuera. Dibujar en la arena lo hemos hecho de niños. Son círculos humanos, una pizarra a nuestro capricho. ¿Quién no ha visto en un trigal la oportunidad de un surco, de un trazo, de un rastro, de una humana huella? No es importante el dibujo. Es el gesto de dibujar lo que cuenta. Tu pregunta, I., sigue sin respuesta porque no está bien formulada. El hombre, la mujer, no viene; no en el sentido de un desplazamiento de un sitio a otro; no como algo donado por otra especie o por los dioses olímpicos. El hombre y la mujer – presentes – se han creado a sí mismos. Y seguimos haciéndolo cada día porque hay una conciencia de soledad que buscamos llenar: sentirnos nuestros propios dioses (Asimov) ni siquiera es suficiente. El ser, el ser humano porque no descarto que existan otros seres, (quizá la palabra "ser" no es la adecuada, quizá mejor espíritu (Hegel) porque quiero referir sus creaciones), es una rendija por la que se filtra una luz en una habitación a oscuras. El ser es el claro en el bosque (Heidegger). Una rareza, algo excepcional, un advenimiento, algo que seguro desaparecerá. Por eso, me importa menos el origen de nuestra especie que su destino (¿qué más da de donde viene? si es irrepetible). No como una profecía que estemos abocados a cumplir. No desde una visión apocalíptica. Nuestra especie desaparecerá y sólo quedará de nosotros los restos de… nuestra cultura (mira, a veces, me viene a la cabeza una idea que me inquieta: quizá nuestras máquinas sean la que cumplan nuestro destino). Pero ¿te acuerdas? “No eran sus guerras”, pero estuvieron aquí porque en ellos habitaba un sentido del deber (y luego está la política y los intereses económicos y todo el supramundo que hemos construido). Yo clamo por ese sentido (señal, traza, camino, palabras... todo me lleva a Derrida). Debemos abordar la búsqueda como nuestra principal misión. Construir nuestro destino desde la inocencia griega (nadie ha sentido el mundo como ellos): pensar de nuevo en las llamas, en el danzar de las chispas, en su ascensión; recordar la luz del viejo Heráclito, mirarla y seguirla, porque nunca la atraparemos. Ese no es el proyecto de la metafísica, no. Es el proyecto humano (no un atardecer, no una aceptación sin más... sí un renacer, un nuevo Renacimiento que diría otro amigo de blog), es el proyecto del espíritu (hay que desacralizar este sustantivo; es demasiado grande para cualquier religión) el que percibimos cuando las cuerdas vibran, lo inconmensurable, lo inefable (Gadamer), lo que la razón ilustrada es incapaz de describir (porque no hay metro ni medida; lo humano se esconde y se desvela en lo artístico (Adorno); observar a un niño jugar es una síntesis de nuestra especie). Pero I., hay demasiada oscuridad; opaco y refractario, me cuesta aceptar tus verdades. Quizá, ya no me quede tiempo.


Por tantas noches de conversación mirando a las estrellas. 

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