Marx (III) - El Capitalista o las dos caras de la misma moneda


Son dieciocho años trabajando por cuenta ajena. Como el buen esclavo, haciendo en ocasiones lo que deseo y en ocasiones lo que debo, pero siempre intentando hacerlo con objeto de servir a su fin de forma excelente. Es momento de analizar lo que supone en sí la forma de desarrollar nuestra creatividad en el mundo pre-existente, heredado, en el que aprendimos, nos enseñaron, a desenvolvernos. Conviene cuestionar si es el mejor de los posibles o si puede y debe cambiarse. Las consecuencias de nuestra acción en el mundo deben servir como fuente de ese análisis. Lo primero es conceptualizarlo y para ello se necesita ahondar en su naturaleza, humana. Y es que el hombre no ha cambiado. Por eso el teatro de Shakespeare sigue siendo de actualidad; por eso las tragedias grecorromanas siguen manteniendo su vitalidad. Para conocer nuestro mundo, el occidental, sirva la crítica del antagonismo entre el capitalista y el terrateniente.
"Como acordándose de su supuesto nacimiento, de su origen, el terrateniente ve en el capitalista a su petulante, liberado y enriquecido esclavo de ayer, y se ve a si mismo en cuanto capitalista, amenazado por él. El capitalista ve en el terrateniente al inútil, cruel y egoísta señor de ayer, sabe que le estorba en cuanto capitalista; que, sin embargo, le debe a la industria toda su actual importancia social; ve en él una oposición a la industria libre y al libre capital, independiente de toda determinación natural. Este antagonismo es sumamente amargo y se dice recíprocamente la verdad. Basta con leer los ataques de la propiedad inmueble a la mueble y viceversa para forjarse una gráfica imagen de su recíproca indignidad. El terrateniente hace valer el origen noble de su propiedad, los recuerdos feudales, las reminiscencias, la poesía del recuerdo, su entusiástica naturaleza, su importancia política, etc., y cuando habla en economista dice que sólo la agricultura es productiva. Pinta al mismo tiempo a su adversario como un canalla adinerado, astuto, venal, mezquino, tramposo, codicioso, capaz de venderlo todo, rebelde, sin corazón y sin espíritu, extraño al ser común que tranquilamente vende por dinero, usurero, alcahuete, servil, intruso, adulador, timador, que engendra, nutre y mima la competencia y con ella el pauperismo, el crimen, la disolución de todos los lazos sociales, sin honor, sin principios, sin poesía, sin nada. (...) La propiedad mueble, por su parte, señala las maravillas de la industria y del movimiento; ella es el fruto de la época moderna y su legítimo hijo unigénito Compadece a su adversario como a un mentecato no ilustrado sobre su propio ser (y esto es perfectamente cierto), que quisiera colocar en lugar del moral capital y del trabajo libre, la inmoral fuerza bruta y la servidumbre; lo pinta como un Don Quijote que bajo la apariencia de la rectitud, la honorabilidad, el interés general, la estabilidad, oculta la incapacidad de movimiento, la codiciosa búsqueda de placeres, el egoísmo, el interés particular, el torcido propósito; lo denuncia como un taimado monopolista; ensombrece sus reminiscencias, su poesía y sus ilusiones en una enumeración histórica y sarcástica de la bajeza, la crueldad, el envilecimiento, la prostitución, la infamia, la anarquía y la rebeldía que tuvieron como talleres los románticos castillos. (XLIII) La propiedad mobiliaria habría dado al pueblo la libertad política, desatado las trabas de la sociedad civil, unido entre sí los mundos, establecido el humanitario comercio, la moral pura, la amable cultura; en lugar de sus necesidades primarias habría dado al pueblo necesidades civilizadas y los medios de satisfacerlas, en tanto que el terrateniente (ese ocioso y molesto acaparador de trigo) encarece para el pueblo los víveres más elementales y obliga así al capitalista a elevar el salario sin poder elevar la fuerza productiva; con ello estorba la renta anual de la nación, la acumulación de capitales, esto es, la posibilidad de poder proporcionar trabajo al pueblo y riqueza al país. Finalmente la anula totalmente, acarrea una decadencia general y explota avaramente todas las ventajas de la civilización moderna, sin hacer lo más mínimo por ella e incluso sin despojarse de sus prejuicios feudales. Basta, por último, con que mire a su arrendatario (él, para quien la agricultura y la tierra misma sólo existen como una fuente de dinero que se la ha regalado) y diga si él no es un canalla honrado, fanático y astuto que en corazón y en realidad hace tiempo que pertenece a la libre industria y al dulce comercio por mas que se oponga a ellos y por más que charle de recuerdos históricos y de finalidades morales o políticas. Todo lo que realmente alega en su favor sólo es cierto respecto del cultivador de la tierra (del capitalista y de los mozos de labranza), cuyo enemigo es más bien el terrateniente; testimonia, pues, contra sí mismo. Sin capital, la propiedad territorial sería materia muerta y sin valor. Su civilizado triunfo es precisamente haber descubierto y situado el trabajo humano en lugar de la cosa inanimada como fuente de la riqueza. (...) Del curso real del proceso de desarrollo se deduce el triunfo necesario del capitalismo, es decir, de la propiedad privada ilustrada sobre la no ilustrada, bastarda, sobre el terrateniente, de la misma forma que, en general, ha de vencer el movimiento a la inmovilidad, la vileza abierta y consciente de sí misma a la escondida e inconsciente, la codicia a la avidez de placeres, el egoísmo declarado, incansable y experimentado de la ilustración, al egoísmo local, simple, perezoso y fantástico de la superstición; como el dinero ha de vencer a todas las otras formas de la propiedad privada."
Marx, K. "Manuscritos de economía y filosofía" - Segundo manuscrito, 1844.

En este mundo heredado, dieciocho años después de bucear en este fanganoso lodo, he visto y constatado que este hombre - el capitalista y el terrateniente - son el mismo, dos caras de la misma moneda, que han perdido su naturaleza humana y se han cosificado en un producto de nuestro trabajo: el Capital. El Capital, liberado, recoge lo peor de nuestra naturaleza y lo instrumentaliza para su supervivencia.

Nací en el 71, todo eran oportunidades y promesas de un mundo mejor en base a nuestro esfuerzo y educación: la Arcadia feliz se mostraba al alcance de la mano. Hoy constato que era un mito, una falsificación, un engaño. Sólo vencía y respondía a un interés: el suyo, el del Capital. Nuestra creatividad, nuestra esencia, la productora de cultura, la humanista, no tiene un cauce por donde discurrir en el estadio actual. El río construido está obstruido por las piedras del egoísmo y la insolidaridad. Este mundo no sirve al hombre; es el hombre el que sirve a esta cosificación del mundo que llamamos Capital. En conclusión, debemos cambiarlo. ¿Por qué medios? Retornando al discurso de los valores y los fines. Porque, ¿podemos cambiar el mundo sin cambiar al hombre?

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